miércoles, 27 de diciembre de 2017

El ritual de vida, muerte y reencarnación en el Tíbet


A más de 5 mil metros sobre el nivel del mar, aún los conceptos más universales para la humanidad resultan distintos e incluso, contradictorios. La caprichosa geografía del Tíbet influyó de forma decisiva en las creencias de los pueblos que se asentaron en la zona más alta del mundo, respecto a la vida, la muerte y la naturaleza propia del ser humano.

Las montañas y los ríos que confluyen desde el desierto de Taklamakán y hasta la Cordillera del Himalaya, han creado una diferencia insalvable para la escala humana, en un sitio donde a cada paso, la naturaleza se encarga de evidenciar el tamaño real del hombre y poner en su sitio a los que se internan en sus cumbres con glaciares eternos y montes sagrados de peregrinación para los pueblos originarios. A través de los siglos, la población del Tíbet se ha mantenido ajena a la influencia cultural, política y religiosa que caracteriza al resto del oriente asiático.


Para los tibetanos creyentes del budismo, el cuerpo abandona al alma después de la muerte. Una vez que una persona fallece, los restos que alguna vez formaron una corporeidad (un vehículo eficiente del alma) han desaparecido y en su lugar, el conjunto de músculos, huesos y otros tejidos no es más que un contenedor vacío; materia orgánica que según la tradición, ha de volver a unirse a la tierra que la creó. A partir de esta premisa, la comunidad mantiene una práctica milenaria conocida como "jhator": entregar las almas a las aves.

Con la muerte da inicio el ritual. Después de una breve preparación consistente en la eliminación de todo el cabello del cadáver, un especialista prepara sus materiales para proceder en el difunto. El hacha, una daga filosa y distintos tipos de cuchillos ayudan a rebanar el cuerpo inerte, de la misma forma que ocurre en una carnicería, separando los principales pliegues de su humanidad y creando un conjunto de carne y huesos maleable.




Acto seguido, las partes del cadáver son separadas y colocadas en sitios altos en medio de los montes, delimitados para tal acción. Los familiares suelen asistir y esperar brevemente a que aparezcan los protagonistas que dan sentido a este ritual: después de algunos minutos, buitres y otras aves carroñeras se abalanzan salvajemente sobre la carne fresca. Comienzan a devorar sus entrañas, rasgar los músculos, quebrar los huesos y desgarrar cada tejido de piel humana que tienen frente a sí. Un parpadeo es suficiente para duplicar el número de aves que se arremolinaban luchando por los desechos al principio.

Al cabo de poco menos de veinte minutos, el ritual está completo. Las aves, incapaces de alzar el vuelo de nueva cuenta, descienden por las escarpadas colinas hinchadas del festín previo. Los familiares y demás pobladores, se retiran con un semblante de tranquilidad y calma. El cuerpo que antes pertenecía a un ser querido ahora ha vuelto a formar parte del orden inmanente del cosmos, fue incluido exitosamente en un ciclo que se renueva con cada vida, muerte y resurrección de todas las especies vivas en el Himalaya.




Desde un punto de vista químico, el material orgánico con el que cada ser vivo está formado es el mismo que compone la tierra, los ríos, el aire, las estrellas y todo lo que conocemos. El funeral de los tibetanos puede parecer cruel desde la mirada de Occidente, pero se trata de una práctica milenaria que responde exitosamente tanto a su motivo material, como espiritual. 
 
Este ritual se debe a que la mayor parte del terreno es duro, escarpado y difícil de excavar, dificultado los entierros. Para los pueblos budistas de esta región del mundo, se trata de un acto de conservación de desechos natural y al mismo tiempo, un compromiso con la naturaleza y sus creencias religiosas. Quizás ellos mismos en su próxima vida sean los buitres que devoran y al mismo tiempo, abren paso a la continuación del ciclo de la vida.

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