
En 1936 vio la luz el aclamado largometraje de Charles Chaplin "Tiempos modernos". ¿Pero qué pasaría si la película se filmara desde la posmodernidad?
En 1936 vio la luz el aclamado largometraje de Charles Chaplin Tiempos modernos. La película es hoy una de las más importantes del cine clásico en blanco y negro no sólo por su genuino humor, sino por ser un reflejo social de la Gran Depresión y por ser, además, una aguda crítica al primer capitalismo, al más voraz, de base fordista, caracterizado por pésimas condiciones laborales, ínfimos salarios y una impotente clase trabajadora. La película refleja con inteligencia, ironía y tristeza, a partes iguales, las extremadamente duras condiciones de vida, la miseria y la pobreza imperante, la injusticia social que reinaba en aquellos grises años.
Algo más de cuarenta años después, en 1979, se publicaba la obra La condición posmoderna del filósofo J. F. Lyotard. En ella, el pensador francés describió y definió el fenómeno epistemológico —la categoría filosófica, si se prefiere— con el que se caracterizarían las últimas décadas del siglo XX y las primeras del XXI: la posmodernidad. Según Lyotard, la cultura posmoderna traía consigo la caída de las grandes (meta)narrativas de la modernidad; entre las que destacaba la quiebra del relato emancipador marxista y el fracaso de las epopeyas de izquierdas. Con el tiempo, se ha comprobado que la posmodernidad también trajo consigo el triunfo del consumismo y la mercantilización en todos los ámbitos, especialmente el económico.
Entre ambas fechas, median unos años que ninguna de las dos obras alcanzan a reflejar. Ciertamente, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta algunos años después de la crisis del petróleo de 1973, esto es, entre 1945 y 1975, las sociedades desarrolladas sufrieron unos cambios en su estructura sin precedentes. Durante los denominados años dorados del capitalismo —Les Trente Glorieuses para los franceses— el crecimiento económico fue continuo, la producción, el consumo, el empleo y los salarios crecieron al mismo ritmo, y la economía mundial caminaba hacia la integración. Nunca antes en la historia del capitalismo el desarrollo había alcanzado tales cotas. Más aún, el plano económico se concilió con el político y el social, y gracias al protagonismo del Estado, la ciudadanía pudo por primera vez en la historia gozar —exceptuando algunos casos, como la España franquista— de derechos políticos e individuales plenos, de prestaciones y ayudas sociales y de una cobertura sanitaria pública, entre otros. Tal y como el historiador J. Fontana afirma, la democracia liberal se tornó en una “democracia de la clase media”, la cual se sustentaba en un acuerdo tácito entre las empresas, el gobierno y los trabajadores, del que estos últimos salieron beneficiados como nunca antes. La modernidad parecía haber alcanzado su plenitud.
Con la irrupción de la crisis del petróleo en 1973, la economía tiró por otros derroteros. El desarrollo se frenó porque la producción industrial que lo sustentaba se paró en seco debido al aumento de costes. Con la disminución de la producción, aumentó la tasa de paro, y el fantasma de una nueva crisis se apoderó de las economías desarrolladas. El sueño del crecimiento ininterrumpido, sin ciclos ni crisis que lo alterasen, se deshizo en mil pedazos. La solución, entonces, pasó por la adopción de políticas de corte neoliberal; es decir, un retorno a las políticas de desregulación del mercado, de privatización de los servicios, de desmantelamiento del Estado del Bienestar y reducción al mínimo sus prestaciones y servicios.
Así, llegamos a la actualidad. A un periodo en el que, si Charles Chaplin tuviese que dirigir y protagonizar una película, la llamaría Tiempos posmodernos. Porque, aunque contemos con una educación, una sanidad y una calidad de vida, en general, nada comparable a la época en la que Chaplin filmó su conocida cinta, hay ciertos aspectos de aquella época que son extrapolables al tiempo presente. Es claro que 1936 no es 2018; pero la incesante producción de bienes, las densas y mal retribuidas jornadas de trabajo, la imperante precariedad laboral, el crecimiento de la pobreza en el mundo desarrollado y la desigualdad en todo el mundo, la avidez con la que se está acabando con el medioambiente y el desasosiego que produce contemplar un sistema que falla y para el cual no hay alternativas, todo ello daría para un buen argumento. Y a la inteligencia, ironía y tristeza a partes iguales, habría que añadir ahora la incertidumbre y desazón posmodernas.
En 1936 vio la luz el aclamado largometraje de Charles Chaplin Tiempos modernos. La película es hoy una de las más importantes del cine clásico en blanco y negro no sólo por su genuino humor, sino por ser un reflejo social de la Gran Depresión y por ser, además, una aguda crítica al primer capitalismo, al más voraz, de base fordista, caracterizado por pésimas condiciones laborales, ínfimos salarios y una impotente clase trabajadora. La película refleja con inteligencia, ironía y tristeza, a partes iguales, las extremadamente duras condiciones de vida, la miseria y la pobreza imperante, la injusticia social que reinaba en aquellos grises años.

Algo más de cuarenta años después, en 1979, se publicaba la obra La condición posmoderna del filósofo J. F. Lyotard. En ella, el pensador francés describió y definió el fenómeno epistemológico —la categoría filosófica, si se prefiere— con el que se caracterizarían las últimas décadas del siglo XX y las primeras del XXI: la posmodernidad. Según Lyotard, la cultura posmoderna traía consigo la caída de las grandes (meta)narrativas de la modernidad; entre las que destacaba la quiebra del relato emancipador marxista y el fracaso de las epopeyas de izquierdas. Con el tiempo, se ha comprobado que la posmodernidad también trajo consigo el triunfo del consumismo y la mercantilización en todos los ámbitos, especialmente el económico.

Entre ambas fechas, median unos años que ninguna de las dos obras alcanzan a reflejar. Ciertamente, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta algunos años después de la crisis del petróleo de 1973, esto es, entre 1945 y 1975, las sociedades desarrolladas sufrieron unos cambios en su estructura sin precedentes. Durante los denominados años dorados del capitalismo —Les Trente Glorieuses para los franceses— el crecimiento económico fue continuo, la producción, el consumo, el empleo y los salarios crecieron al mismo ritmo, y la economía mundial caminaba hacia la integración. Nunca antes en la historia del capitalismo el desarrollo había alcanzado tales cotas. Más aún, el plano económico se concilió con el político y el social, y gracias al protagonismo del Estado, la ciudadanía pudo por primera vez en la historia gozar —exceptuando algunos casos, como la España franquista— de derechos políticos e individuales plenos, de prestaciones y ayudas sociales y de una cobertura sanitaria pública, entre otros. Tal y como el historiador J. Fontana afirma, la democracia liberal se tornó en una “democracia de la clase media”, la cual se sustentaba en un acuerdo tácito entre las empresas, el gobierno y los trabajadores, del que estos últimos salieron beneficiados como nunca antes. La modernidad parecía haber alcanzado su plenitud.

Con la irrupción de la crisis del petróleo en 1973, la economía tiró por otros derroteros. El desarrollo se frenó porque la producción industrial que lo sustentaba se paró en seco debido al aumento de costes. Con la disminución de la producción, aumentó la tasa de paro, y el fantasma de una nueva crisis se apoderó de las economías desarrolladas. El sueño del crecimiento ininterrumpido, sin ciclos ni crisis que lo alterasen, se deshizo en mil pedazos. La solución, entonces, pasó por la adopción de políticas de corte neoliberal; es decir, un retorno a las políticas de desregulación del mercado, de privatización de los servicios, de desmantelamiento del Estado del Bienestar y reducción al mínimo sus prestaciones y servicios.

Así, llegamos a la actualidad. A un periodo en el que, si Charles Chaplin tuviese que dirigir y protagonizar una película, la llamaría Tiempos posmodernos. Porque, aunque contemos con una educación, una sanidad y una calidad de vida, en general, nada comparable a la época en la que Chaplin filmó su conocida cinta, hay ciertos aspectos de aquella época que son extrapolables al tiempo presente. Es claro que 1936 no es 2018; pero la incesante producción de bienes, las densas y mal retribuidas jornadas de trabajo, la imperante precariedad laboral, el crecimiento de la pobreza en el mundo desarrollado y la desigualdad en todo el mundo, la avidez con la que se está acabando con el medioambiente y el desasosiego que produce contemplar un sistema que falla y para el cual no hay alternativas, todo ello daría para un buen argumento. Y a la inteligencia, ironía y tristeza a partes iguales, habría que añadir ahora la incertidumbre y desazón posmodernas.

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