
El
concepto de duelo es ampliamente conocido por todos al momento de hacer
referencia al sentimiento de tristeza y desesperación que nos inunda tras la
muerte de un ser querido. Sin embargo, la mecánica de aceptar y superar la
pérdida física de un familiar es aplicable también al ámbito de las relaciones
de pareja como un esquema pŕactico para comprender lo que ocurre cuando el amor
llega a su fin y el rompimiento se torna inevitable.
En
su libro “On Death and Dying” (1969), la psicóloga Elizabeth Kubler-Ross
identifica cinco etapas dentro del proceso de duelo que marcan el camino hacia
la asimilación de la muerte de un ser querido
— o bien, la separación irreversible de la persona que amamos — :
negación, ira, conciliación, depresión y aceptación.

La
negación corresponde a la fase en la que nos rehusamos a creer que hemos de
seguir adelante con nuestra vida solos, optando por sumergirnos en fantasías
irrealizables y alimentar esperanzas que brotan de hechos insignificantes o
imaginarios.
La
ira es una etapa caracterizada por una aversión radical hacia nuestra ex-pareja
o un profundo rechazo hacia el ser querido por sentirnos abandonados, pero
también hacia cualquier persona o evento relacionado con la separación. La ira
se manifiesta generalmente de forma tan enérgica que rebasa el alcance natural
de la relación, es decir que llegamos a mostrarnos hostiles hacia todo aquel que
se manifieste en desacuerdo o poco comprensivo con nuestra situación, esté o no
directamente vinculado con el rompimiento.

La
conciliación es una respuesta psicológica que nace de la desesperación, un
último recurso por recuperar lo que se percibe emocionalmente amputado. En esta
fase, nos empeñamos en creer que existe la posibilidad de establecer un acuerdo
o negociación que nos permita recuperar a quien hemos perdido. La manipulación
y el chantaje emocional son dos herramientas ampliamente utilizadas en esta
etapa, llegando a ser capaces de amenazar con hacer o hacernos daño si la
persona que amamos no vuelve con nosotros. La creencia en fórmulas mágicas o
ritos sobrenaturales también ocurre mucho durante la conciliación.
La
depresión es un estado que puede manifestarse en más de una forma, desde una
absoluta desconexión con el mundo externo hasta insomnio o exceso de sueño,
pérdida o aumento de peso, pero siempre y de manera irremediable: la más honda
desesperanza.

Finalmente,
la aceptación es la fase culminante en la que somos capaces de reconectarnos
con nosotros mismos y encontrar paz incluso en la pérdida.
Se
sabe que la distancia a ser recorrida desde el punto inicial (la negación)
hasta el punto final (la aceptación), marca un largo trecho que amerita
paciencia, voluntad y autocompasión. No obstante, y a pesar de que los
psicólogos hablan de un proceso de adecuación que comienza a ganar solidez
entre los 4 y 6 meses, lo cierto es que no hay nada tan relativo en la anchura
y profundidad de la existencia humana como la percepción del tiempo, y de la
misma forma en que muchos aprenden a lidiar con el dolor del fallecimiento o la
separación con el paso de los años, existen también quienes nunca se recuperan,
ni de la muerte del que ya no está, ni de la ausencia del que ya no quiere
estar.

El
duelo es el último aliento de los amores a los que no deseamos renunciar
Para
el psicólogo Sigmund Freud, toda pérdida deja en nosotros un hueco imposible de
rellenar. Esto no significa que no seamos capaces de recuperar la alegría y las
ganas de vivir, sino que la ausencia del ser amado representa un punto de
quiebre que jamás podremos remediar, un saldo incurable que, si bien es posible
“cubrir” con un nuevo vínculo afectivo, esta relación naciente será siempre
algo distinto. Un amor distinto, una cara distinta, un amanecer distinto, una
intimidad distinta…
“Es
el único modo de perpetuar los amores a los que no deseamos renunciar”,
escribió Freud a su colega Binswanger en una carta de 1929.
¿Cuánto
tiempo dura un duelo? Acaso toda la vida, pero eso no hace necesariamente del
deudo un desvalido. Esa congoja siempre al acecho del menor atisbo de un
perfume, un color, una palabra, un gesto, muchas veces puede potenciar nuestros
actos más audaces… Por eso nadie debería impedir esa memoriación ni las
necesarias lágrimas que la memoria suscita.

Para
Sigmund Freud, a pesar de que el sentimiento de pérdida puede y va disminuyendo
con el transcurso del tiempo, tendemos a conservar un espacio vacío a modo de
altar emocional donde el “objeto perdido” (como lo llamaba el psiquiatra suizo)
se torna irremplazable, y más allá: violentar este sentir de condición
insustituible puede traer consecuencias negativas, pues nos hallaríamos
inmersos en la búsqueda constante de una réplica idéntica para sustituir a
quien hemos perdido… Una “pieza de repuesto” que no existe.
Sin
duda, es posible volver a amar tras una separación dolorosa. Que un tacto
distinto — más terso, más suave — nos encandile la piel y nos abrase el pecho.
Es posible volver a despertar con la mirada teñida de ilusión, y que otra risa
se junte con la nuestra cada noche bajo las sábanas…
Que
el amor renace con el tiempo en otras formas y colores, es tan cierto como que
la tormenta deja paso a soles más brillantes, sin embargo, también es
primordial entender que el duelo no debe ser entorpecido por la urgencia de
salir de él, sino experimentado a plenitud, vivido a flor de piel.

Aunque
la superación de la pérdida — la posibilidad de seguir adelante sin ser
aplastados por el dolor — es la cumbre anhelada en el proceso de duelo, la
psicóloga Marta Gerez Ambertín considera todavía más importante el viaje, aquel
ascenso quebradizo y sufrido que, erróneamente, tantas veces nos negamos a
recorrer.
Con
más frecuencia de la que deberíamos, nos dejamos embaucar por la creencia de
que estamos obligados a regir nuestra vida por estándares, medidas sociales,
regulaciones y horarios para amar y desamar, sufrir y olvidar, rendirnos y
empezar de nuevo. Así, en ocasiones nos imponemos la tarea de sepultar nuestro
dolor mucho antes de que sea el momento para hacerlo.
Ya
sea la muerte de un padre, una madre o un hijo, o el dolor abismal que puede
ocasionarnos la separatidad del amor cuando hemos de romper un vínculo
sentimental de manera violenta, nos prohibimos llorar cuando el llanto es
inminente, sentir cuando somos, en nuestra condición de humanos, seres
emocionales.

Esta
falta de autocompasión y manía por racionalizar experiencias puramente
sensitivas, genera en nosotros un sufrimiento mucho mayor y termina por hacer
daño a quienes nos rodean, como suele ocurrir cuando nos embarcamos en una
nueva relación amorosa sin haber superado la anterior, hallando con el tiempo
que tal propósito nace y muere siendo un proyecto deforme.
Para
Gerez Ambertín, no hay nada más torturante que imponernos una fecha de fin de
duelo. Oponernos a sentir es ir en contra de lo que somos, es negarnos un
derecho vital y pretender la invisibilidad de nuestra fragilidad humana.

Conviene,
en momentos difíciles, recordar las sabias palabras del escritor Mario
Benedetti: “Que venga quien tenga que llegar, que se vaya quien se tenga que
ir, que duela lo que tenga que doler, que pase lo que tenga que pasar”.
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